Cuestión de arribos


Llegando a retiro (a la estación de Retiro), no pude evitar decir “y? esto es la famosa Buenos Aires?”…ignorante de mi, lo único que vi al llegar fue una milésima parte de este monstruo gigantesco.

Que calor! que multitud de gente, que multiplicidad de acentos y caras largas aguardando alguna noticia de alguien que llega o que se va; la gente siempre se está moviendo.

Me perdería acá, de hecho ya me siento algo desubicada. Tiendas y tiendas; aparadores de ropa, maletas, peluquerías, hay algo que no vendan por acá?... por necesidad debo entrar a un boliche y pedir yogurt con frutas, me traen una botellita mínima que me da gracia. Sentada frente a una familia de peruanos argentinizados, me prometo a mi misma mantener a raya el dejo gaucho, viste?

Intentando no verme tan triste-aunque en este punto parezca patetismo- como me siento, sacó las hojas y una micropunta, con todas las ganas de escribir sobre ese primer encuentro con la Ciudad de la furia.

Si piensas que la Capital Federal es sólo una porción –nada pequeña- de Argentina, se te ocurre que estás metido en un laberinto…y lo estás. El taxímetro que grita con rojito la distancia que me separa de la estación y la casa de mi papá, me hace creer que estaba en las afueras de la ciudad: dato correcto.

Ahh!, pero esto es distinto!, entrando a la ciudad-ciudad o por lo menos a un barrio extenso, comienzo a maravillarme con las tiendas, con la gente, con todo, hahaha, ahora me siento tan provinciana como al cruzar una avenida grande en La Paz.

La Capital Federal, es como 3 ó 6 veces La Paz, acá tengo un poco más de miedo a perderme que en cualquier lugar en el que haya estado. Después de un muy necesario baño, mi papá ofrece un tours por el barrio. Hay un mall gigante y tiendas, tiendas y más tiendas. No le pongo mucha atención a los precios, hay cosas tan bellas que sólo necesito mirarlas.

Por un viaje en el que me parece haber recorrido gran parte del barrio, vuelvo a casa para comprobar con un mapa que sólo ví una o dos manzanas de un barrio que ocupa por lo menos 50, si no es más…

Duermo, duermo con una pesadez que asusta, pero era necesario. Después de tres días de viaje lo menos que puedes hacer es descansarte la mona, el mono y otros animalitos-como decía don Inodoro Pereyra. La espalda y los pies me tienen algo preocupada, pero eso pasa.

Extraño y el persistente bullicio de las calles me hace sentir sola.

Mi primera incursión a los alrededores me inquieta, debo memorizar los recorridos y fijar puntos de referencia para no perderme. Recuerdo una escena de la película que vi hace unos meses, sólo necesito un pedazo grande de cartulina y anotar la dirección para hacer más obvio que no tengo idea de dónde estoy.

Acabo de recordar que ayer, al llegar, encontré una monedita de centavos y decidí que iba tener suerte durante esta corta estancia, que ahora en el día 8, se me hace larga…ironías.

Bolivia en el centro de Buenos Aires

En el segundo día fui a visitar a mi papá a la Once, esa zona que inequívocamente es una réplica de la Pérez, claro más grande o cosmopolita, como quieras, pero que es la Pérez: es la Pérez.

Después de un curioso viaje en colectivo, fue el olfato y el sentimiento de estar cerca a algo conocido lo que me hizo bajar en una parada tumultuosa…no me había equivocado, la señora de a lado me indico la famosa Plaza Once…esa inmensa marea de gente escuchando a unos tipos muy parecidos a Bonanza.

El Consulado es una ex estación de trenes que el Gobierno argentino cedió. Es un boliche enorme, con motivos góticos y ese aire de edificio inglés tan común por acá.

El consulado es tanto un espacio de trámites, como una guardería y un confesionario. La parte triste es el confesionario, claro está, porque cada día una historia amenaza con ser más triste que la de hace cinco minutos.

Mi papá, en esa habitación con las paredes demasiado blancas y pobres a falta de un buen cuadro, dirige el confesionario con aire diligente. Ahora está siendo entrevistado por un periodista potosino que va con sus dos hijas. Ellas me cuentan que se vuelven para Bolivia porque el barrio en el que viven es ahora in-habitable…desandar 17 años de vida acá no les parece triste o no tanto como podría ser; eso me da al menos una clara idea de qué tan peligrosa es la vida por acá, por el Gran Buenos Aires que me deja algo confundida.

Al día siguiente decido que la melancolía no puede ganarme, una buena forma de recordarlo es intentar ser positiva. Me alisto sin mucha ceremonia y salgo a caminar por los parques de esta zona…esos que quedan unas 15 ó 20 cuadras más para el lado que pretendo denominar “abajo”.

No cabe duda, esta zona es hermosa, los parques son bellos, con ese manto de hojitas amarillas cubriendo todo y con esos árboles que se elevan enormes ante la ciudad de los edificios que parecen esconderse según el lugar en el que te encuentres.

Caminando casi instintivamente me pregunté si los oasis serán así de calientes, el sopor que emana del piso cada paso, me hace querer estar en la casa de mi papá, tendida en el piso de la cocina, de todos modos, decido seguir.

Después de un viaje que duró casi 4 horas, el regreso me dio cierta alegría: directo al supermercado para comprar cualquier golosina para celebrar que no me perdí.

Viaje no-planeado: la Boca y un encuentro

Despierto temprano, frente a la incertidumbre del día decido lo más sencillo: el escape.

En la parada del colectivo decido que es un buen día para La Boca y sin más me subo al primer 64 que aparece. El viaje está cerca de durar una hora, estoy fascinada, en el recorrido logré ver a lo lejos, el Obelisco, la Casa Rosada y el Congreso que parece salido de una película de terror.

El fuerte olor de pescado y muelle a mediodía, me indican que debo bajar, es divertido guiarme por el sentido al que menos atención le presto: el olfato. No me equivoco, estoy en La Boca, luego de un lento paseo por el museo de Bellas Artes (no podía dejar de entrar), salgo al encuentro de esas dos calles que siempre vi en los recortes de los diarios.

Que hermosos colores! Sin duda, la cámara que llevo sólo podrá traducir una cuarta parte del alborozo interno que siento por esas bellas bailarinas con trajes rojos, ceñidísimos, con aire de vivir en tiempos que no les corresponden…con esa magia de saber y entender el tango.

Y ahí, en medio de una ciudad de 40 mil habitantes, me encuentro con una amiga y su novio…las causalidades de las que tanto hablaba Cortázar se me presentan más lógicas que nunca, simplemente debían verme con ella: punto.

Presentaciones de tango, coreografías típicamente gauchas, gesticulaciones continuas de autosuficiencia y tanto coqueteo cordobés, quedan grabadas en la pequeña camarita que espero haya registrado –por lo menos- una buena foto.

Esto sería más divertido contigo o con alguna de mis amigas, no sé: te extraño.

Con la mirada en reverso

El fin de semana está declarado el viaje a Liniers, he leído algo de ese lugar...en los tiempos de Borges, esa zona arrabalera hablaba distinto, ahora esa zona lejana tiene todos los matices de ser un barrio boliviano.

Mirando el triste tren, se me ocurre un viaje largo, muy largo…sin embargo, los 20 minutos que tardamos hasta allá me dejan a la espera de algo que no sé definir. Igual, el viaje en tren me muestra esta ciudad de la que no se habla todo el tiempo, con los edificios ruinosos, con gente haciendo fogatas en las vías, con niños pidiendo monedas para comer y con personas que no hacen caso a nada más que a su propio mal humor.

Liniers es la entrada a la Buenos Aires paceña, está llena de tiendas en las que cualquier boliviano añorálgico encuentra lo que más le recuerde a Bolivia, hasta se vende vicervecina y si no fuera porque no tengo los contactos apropiados, apuesto que podría encontrar una Huari escondida por ahí…

Mientras mi papá se come-no entiendo cómo- un ají de fideos en una ciudad en la que la temperatura promedio alcanza en verano los 30° C como si nada, yo decido pedir una ensalada engañada…

La lluvia nos sorprende en la tercera botella de agua, el torrente amenza con inundar la ciudad mientras los clientes del lugar se ocupan de cosas más importantes; el fútbol.

Después de dos nuevas botellas de agua –no te imaginas el calor- decidimos salir, aunque veo a mi papá extrañamente contagiado por el interés del partido…Cruzado la calle de los panchos (a mi me gusta mas decirles hot dogs, con todo y que no como carne) está la Terminal; otra vez el viaje…

Es la noche de las librerías, así que hay que tomar el metro para salir a Corrientes. La zona del centro es enorme y me imagino que New York o Ciudad gótica se ven así en las noches sin luna…hay algo de lúgubre que cubre los grandes teatros del centro, todas esas marquesinas y tanta luz!...bueno…al sentarme en el café se me ocurre que me gusta esta noche en la que se siente un viento fresco y se puede ver –por fin- a la gente que parece no preferir la luz, la ropa toda negra y un maquillaje matizado por el rojo, me hace sonreír…en todo lado hay gente que no se adecúa a los márgenes.

La conversación con mi papá es triste, la vida de los bolivianos acá es una guerra diaria y lo peor es que son los mismos bolivianos los que los esclavizan y explotan, hay cada historia…y ves? De eso no te enteras todos los días al abrir el periódico; Buenos Aires es muchas cosas y gran parte de esas muchas cosas se construye con pérdidas humanas…

Acá los bolivianos parecen cumplir ese rol estereotipado que los mexicanos cumplen en Estados Unidos. No sólo se encargan de las tiendas que distribuyen frutas y vegetales a toda la Capital Federal, también son sastres y “modistos” que confeccionan, por 40 centavos, las prendas que luego se venden en las galerías que debo ver todo el tiempo y donde el vestido más sencillo puede llegar a costar 360 pesos.

Ni siquiera podría terminar de enumerar todos los trabajos que las personas que nacieron en el mismo suelo que yo, hacen acá…y nada de lo que pueda opinar ahora, cambiará las imágenes que mi papá ve todos los días: conclusión? Me siento inútil.

De repente un sentimiento patriótico, que pocas veces me llena; me ilumina, no hay tierra como la boliviana; prometo no volver a quejarme.

Después de mi breve juramento de café con leche, nos alistamos para un nuevo viaje…

Un concierto de Heavy metal y el pantalón morado que tanto te gusta


Definitivamente yo no tenía idea del lugar al que nos dirigíamos, pero cuando mi pá insistió en tomar el taxi, me preocupé más. Después de veinte minutos de cerrar y abrir asustada los ojos, me encontré con un anuncio gigante de “Galcia” y sonreí acordándome de la García que tanto extraño: mi amiga Clistina…aunque luego comprendí que el anuncio decía Galicia; lo que no hizo más que confirmarme que a esa hora y con ese viaje ya estaba más waca-waca que nunca, lo que lógicamente derivo en un ataque de risa que preocupó tanto a mi papá como al taxista.

Llegamos a un garage acondicionado (entre comillas) para ser boliche; era tanta la producción que cualquiera entendía que no le habían puesto mucho esfuerzo. Sin embargo, esa era la gracia del boliche metalero al que me había llevado mi papá a la 1 de la mañana.

Todo tuvo sentido después de una corta presentación, un amigo de mi pá tocaba en la banda que se presentaba. Estaba bien, hace mucho que no escuchaba metal, así que tomé mi cansancio, lo envolví y me lo guardé sin mucho trabajo.

Encaramada en un mesón de madera, observaba con mucho interés a la banda, el acompasado trueno de la batería contrastaba con la afinada voz del frontman, que de lejos tenía esa característica influencia de Rata Blanca, dieron un buen show y me pareció interesante que los metaleros gauchos escucharan la música con cierta pasividad respetuosa, sin el mosh que tanto me paraliza en alguna que otra tocada a la que he ido.

La banda del amigo de mi papá tocó al final, con una maestría que -una persona como yo- no podría definir sin quedar corta. A la mitad de la tocada le dedicaron una canción de Black Sabath a mi “viejo”, que saludó amablemente de músico a músico.

Y la madrugada iba bien, pero el sueño me vencía, a las 4de la mañana, en medio de una discusión tuerta sobre la situación de los bolivianos acá, exigí con cierta molestia, “ver la hora”, con voz de doñita cansada, la pucha!!

Viaje en colectivo y taxi, a las 5 de la mañana, descubría con poca sorpresa que era normal esa hora para el cierre oficial de las discos y pubs de la zona…por todos lados la gente que usaba lentes oscuros, ostentaba la buena noche que habían pasado.

A las 6 de la mañana mi papá advirtió: mañana a despertarse temprano… (imaginaba que se refería al lunes; soy una ilusa).

San Telmo y la calzada de los hippies

Diez de la mañana…tomando en cuenta que dormí a las 6 y que en Bolivia son las 9, no entiendo cómo carajos se me ocurrió despertar.

Valió la pena, ya en camino, descubro que vamos a San Telmo, lo que viene a ser el microcentro de la capital y –por lo tanto- la zona bonita del recuerdo.

Con una extensión impresionante de calles y calles de colores, el pasaje de estos “vendedores artesanales con indumentaria colorida” (ajá-ajá) es una fiesta. Hay una murga que avanza por las calles llevando alegría instantánea a los turistas de sonrisa fácil, hay bailarines de tango, artistas, turistas, en fin una mezcla híbrida de situaciones, nacionalidades y billeteras llenas de plata; así es esto.

De todo, es de todo, la plaza de las antigüedades se permite exhibir desde mafaldas setenteras hasta piedras fabulosas de la mina del Rey Salomón o figuras de motivos orientales talladas en marfil (lo que personalmente me desagrada), en cada tienda- que tiene a bien restringir el acceso con el anuncio de Visa o Mastercard en la entrada- entrás a una jaulita de objetos de literatura fantástica, cascos alemanes, catalejos antiquísimos, muebles coloniales y artefactos incomprensibles…tomando en cuenta la leyenda urbana de la venta de un Picasso por estos lados, nada me sorprende…

El día acaba al final de la avenida, es hora de volver.















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